El periódico El País, ha publicado recientemente lo siguiente: «Ha intentado con ahínco adaptar su vida a una genética dispar: “Soy hombre de selva, pero también ratón de biblioteca”. Bartomeu Meliá, sacerdote jesuita mallorquín, de 83 años, acaba de concluir la primera traducción al guaraní de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. “Es un idioma muy normalizado en Paraguay, donde es lengua oficial del Estado. Lo hice porque me di cuenta de que mis alumnos no lo entendían bien cuando se lo explicaba en castellano”. Así que convirtió al hidalgo manchego en Kihóte, a su noble escudero en Sácho y a la bella doncella por la que suspiran en Ndarusinea…
De cabalgar por esos mundos, Meliá, sabe. Y de entenderse, también: “Me defiendo más o menos en 10 idiomas, sin contar cuatro dialectos que acompañan el guaraní. De todos los que sé, el que menos útil me ha resultado siempre ha sido el inglés”. Aprendió francés para estudiar filosofía en París; el latín, lo lleva fluido; el italiano le sirvió para defenderse en Roma: “Allí estuve un año y medio en vía muerta. Cuando los curas vamos a Roma, es que estamos más o menos en paro, aunque todos los días yo era el primero en entrar al archivo vaticano”. El alemán le sirvió para culminar buena parte de sus investigaciones lingüísticas. El portugués para los 13 años que pasó en Brasil. El griego, lo va perdiendo, “aunque llegué a leer a Sófocles de corrido…”. Finalmente, mallorquín y castellano, le vienen de cuna.
La cultura guaraní ha sido su pena y su pasión.
“Me adentré a fondo en ella para comprender su cultura y su religión. Nadie había ahondado en esto último. Les han querido convertir desde hace siglos. Muy bien… Pero, ¿de qué?, me preguntaba yo”. Así le fueron reveladas parte de sus creencias. “Tuve suerte, al tercer día me dejaron entrar a sus pequeñas capillas, donde bailábamos, cantábamos y rezábamos la noche entera. Al principio, todos iban en busca del dios del trueno, hasta que me explicaron que el primordial es el que ellos llaman Nuestro Padre o Abuelo (Ñande Rueté o Ñane Ramôi Fusu), que a su vez tiene tres hijos: el dios de la agricultura (Jakairá), el famoso dios del trueno (Tupâ) y el dios profeta (Karaí)”.
De la selva saltaba a su refugio en Asunción. Allí convive hoy con una biblioteca de 8.500 volúmenes, parte de los cuales heredó de uno de sus maestros: León Cadogán, etnólogo y antropólogo paraguayo. Aunque ésta eminencia tenía 11 hijos, adoptó a Meliá hasta tal punto que lo convirtió en su albacea.
El compromiso con las comunidades más perdidas –se calcula que existen unos 110.000 en total dentro del país, asegura Meliá, 60.000 de los cuales son guaraníes- resultaba incompatible con la saña que despertaban en dictadores como Stroessner. Decidió expulsarlo del país junto a otros 10 sacerdotes, cuando el jesuita se decidió a denunciar los descarados intentos de exterminio que originaron las protestas del Gobierno de Jimmy Carter y una portada en la revista Time de 1976. “Los guaraníes siempre han buscado las mejores tierras para instalarse. Eso les hace blanco de muchos acosos. Nos dimos cuenta entonces de que en mitad de la selva estaban abriendo vías. Hoy son lugares donde existen grandes plantaciones de soja”.
“Partí río abajo, al fin y al cabo, fuimos unos de los jesuitas que han expulsado siete veces desde tiempos coloniales. Nos quieren lo mismo que a un dolor de tripa. Llegamos hasta Corrientes, en Argentina, allí nadie nos estaba esperando, igual que de Paraguay, nadie nos despidió”.
Pudo regresar. Y ha contribuido a fortalecer una lengua que sus propios compañeros de orden no veían con muchas garantías de supervivencia. “Cuando llegué a Paraguay por primera vez, hace 60 años, nos obligaban a aprender una de las lenguas indígenas. Recuerdo algunos padres argentinos que me dijeron entonces que el guaraní no duraría más de 20 años. Profetas, no eran, la verdad”.
Ayer Meliá participó en una mesa que abordó la convivencia del español en el espacio iberoamericano con otros idiomas. Como el guaraní, todavía muy vivos. Y ojalá por mucho tiempo…»